EL DELEGADO
- Will Lukas
- 23 nov 2021
- 4 Min. de lectura

✍ Mario Ramírez 🎨 Amílkar Feria Flores
El Delegado no es el delegado de mi circunscripción, aunque en incontables ocasiones he deambulado por su barrio, de calles largas que van a dar al mar. Si bien nació allí, en La Habana, este representante de nuestra raza delegó igualmente en nombre de otros países y se hizo querer por los buenos y temer por los malos donde quiera que estuvo. No fue, por su físico, como esos delegados de hoy a los que un spot televisivo nos presenta con el sugestivo “así son”; ni mucho menos fue, por su carácter, elegido para ese puesto de la historia por el dedo endiosado de un tirano, pues combatir al tirano fue la promesa que circundó su dedo desde muy joven.
Ni Líder —aunque lo era por naturaleza— ni Presidente —a pesar de que más tarde el pueblo lo llamaría así—, el Delegado del Partido Revolucionario Cubano (PRC), José Julián Martí Pérez, fue electo en 1892 por mayoría absoluta entre los votos de 34 asociaciones y clubes repartidos de New York a Puerto Rico, pasando por Jamaica. Delegado, búsquelo bien si la palabra ha perdido significado para usted, quiere decir representante, encargado, apoderado, subalterno, ejecutor; y todo eso encarnaba Martí en la tarea de guiar a los cubanos hacia la libertad. Era pues, el obrero con la carga más pesada en la construcción de la república.
Tampoco podía ser de otro modo; en una situación revolucionaria tienen muy pocas probabilidades de éxito las agrupaciones en mesetas o la horizontalidad política. Es imprescindible alguien que delegue por todos, para todos. Un gigante, decía él mismo —desde luego, no hablando de sí, aunque lo era—, no para elevarse sobre los demás, sino para soportar mejor el peso. Alguien, no para atraer sobre su persona el foco de las luces del proscenio, sino para ofrendar antes que nadie, siempre que sea útil, el sacrificio de su persona. Un sacrificio que no era sólo el de Martí, sino el de todo aquel que comprendiera, como dijo el Delegado a los presidentes de los Cuerpos de Consejo del PRC, que “la abundancia de virtud pública llena de fuerza y autoridad al encargo de representarla”, “con fe de apostolado y disciplina de ejército”, para evitar “lanzar sobre el país una aventura soberbia e inútil”, o “una mesiada caprichosa e incompleta” o “una guerra temible por su espíritu personal o parcial, de jefe o de localidad o de casta social”.
Nótese el neologismo: “mesiada”, pues desde los 16 años el autor de “Abdala” había entendido que no se trataba de ningún Mesías, sino de convertirse, por la vía del sacrificio si era necesario, en el primer servidor del pueblo, que es lo que debiera ser cualquier líder político o social. Abdala, un negro de Nubia, murió, cuando el pueblo le ordenó marchar. Pero la idea, incluso, del caudillo, fue madurando en un Martí que rechazó el liderazgo fácil de conspiraciones, levantamientos y expediciones insensatas durante la segunda mitad de su vida.
Para 1877, la experiencia de Guatemala le permitió concebir un “drama indio”: “Patria y Libertad”, en el que el luminoso negro del papel protagónico fue sustituido por un mestizo “sombrío, amoroso, enérgico, ternísimo, fiero”, para colmo llamado, sospechosamente, Martino, lo que en latín viene a significar “guerrero” y en las notas al margen de la obra —inconclusa— se define como “amor de Jesús”.
La exegética martiana debiera ahondar en este teatro en versos que cierra como en espejo la dramaturgia del Apóstol, en la que además creo intuir una respuesta a “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca. El sueño de la libertad es posible cuando encarna en un real Martino, que se ha atrevido a delegar todas sus ambiciones personales en pos de erigirse en el delegado de la patria, dispuesto a morir por la única vida valedera, en compañía de los suyos y respirando un aire libre. Felizmente, a juzgar por los fragmentos que se conservan de la pieza, el desenlace no acaba en tragedia.
El dramaturgo-delegado comprende que, así como “hay dos teatros: el social, que requiere un arte menor, local y relativo; y el de arte mayor, el teatro de arquetipos”, “hay dos vidas, la que se arrastra, y la que se desea”. La vida no es, por tanto, solamente el frenesí o la ilusión calderoniana; para algunos, y de allí la imperiosidad que tenemos de ellos, es también o antes que nada, un deber. El Delegado escribía “Patria y Libertad” porque sabía que la libertad es la vida y que no merece la pena vivir sin libertad. Había aceptado en más de una hora la muerte, antes que cargar con la culpa del sacrificio ajeno. Había aprendido, como quería Cristo, a ahogar el ego en el amor al prójimo, y podía mostrarse al fin como el humillado indio al que el pueblo redime:
«Pueblo: ¡Viva el indio! Indio: ¡Yo, no! ¡La patria libre!»
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