RESURRECCIÓN DE MARTÍ
- Will Lukas
- 19 may 2022
- 3 Min. de lectura

✍️ Mario Ramírez 📷 Neife Rigau
Mayo va siendo el mes de las catástrofes en Cuba. Como para recordarnos que en mayo asistimos al asesinato de su mejor hijo, la tierra cruje, el aire se inflama y buscamos en vano el cadáver que se resiste a morir entre nosotros. Ciento veintisiete años después, seguimos rechazando la extinción de Martí, ¡cómo si fuera posible enterrar, en un tiempo tan significativo para la nación, a quien supo conciliar en sí esas dos fuerzas titánicas de la historia: revolución y república!
Al morir por la causa natural de los héroes, nuestra tarea inmediata era fecundar, concluido el ideal revolucionario, la simiente republicana detenida en Dos Ríos. Fundamos la república al otro día, como quien baja de la cruz a Cristo para luego abandonar su sepultura. Se apagó con deshonra la revolución que había nacido de la dignidad plena del cubano y se fueron, los fundadores, a mal gobernar el nuevo régimen. Los humildes, los que de verdad entendieron sin ver lo que Martí vio, quedaron a medio camino entre el clamor del desierto y la rebelión infructuosa. La sustancia del Apóstol pasó a la estatuaria nacional, sedimentada por el limo de la profecía.
El comadreado fracaso de ambas empresas fue entonces, como en muchos debates ahora, abono para el pesimismo de la isla, que contribuyó por más de medio siglo a la confusión de los valores democráticos con el amotinamiento y la sedición dañina. No hubo tal fallo, sin embargo, en el diseño de la obra que surgió hermanando las ansias de liberar a la nación y construir en ella un estado de justicia, y sí en nuestro fratricida empeño de destruirlo todo antes de tener que enmendar algo. La siguiente revolución se diría martiana, pero no fue sino la rúbrica de una traición inconmensurable al corazón de la patria. El busto congelado de Martí se trastocó en el blasón ferviente de la tribuna del tirano y en su pisapapeles de oficina.
Martí, en cambio, nunca dejó de hablarnos, como cuando al periodista y poeta José Manuel Poveda se le ocurrió imaginarlo vivo, sin estatua, con la república, como antes la revolución, sobre los hombros enervados; o en aquel sueño del ilustre Jorge Mañach, en el que incluso viendo la escasez del mérito personal en el pueblo, insistió en que esta “patria posee todas las virtudes necesarias para la conquista y el mantenimiento de la libertad”; o cuando Gastón Baquero nos descubre que “Martí es la anticipación de la grandeza. El programa de una maravillosa y casi sobrehumana realidad”. ¿No es este acaso su apostolado? Un discípulo habla y otro recoge su palabra profética arrojada piadosamente a la multitud.
Martí es el alma volcánica de Cuba, y se puede aceptar o negar, pero nunca concebir de él una presencia fantasmagórica. Quien lo acepta, descifra el nombre inefable de la patria; quien lo niega, se ve obligado a la refutación impetuosa, a la enmienda o al ridículo. Podemos reclamar, como algunos pretenden, la condición de Prometeo o Fénix para Martí y devorar o quemar cuando se nos antoje su imagen maltrecha. Hay quien prefiere suponerlo, más que soñado, soñador. Otro dirá que Martí está aún por nacer, o que su espíritu no termina de encarnar en el pueblo que arengó como nadie. Pero tanto en nuestros vicios como en el contrapunto de nuestras virtudes, está el Apóstol reuniéndonos, convocándonos a ser las “huestes de cubanos conscientes” que “dan los pueblos en sus horas de crisis”. En esta hora yo quiero creer que ha resucitado, que se yergue en la hecatombe y pone manos a la obra, que nos recuerda con unos versos nuevos y fragantes que en mayo todavía es primavera.
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