La gracia de los caídos
- Will Lukas
- 16 abr 2023
- 3 Min. de lectura

📷 Rigoberto Almaguer Rodríguez
✍️ Mario Ramírez
Buscando y rebuscando en esos sitios para bibliófilos en los que aparece de todo, desde el manual sobre Cómo ser un buen comunista, de Liu Shao Chi, hasta la última novela de Jaime Bayly, encontré un ejemplar a la venta de Cada cual a lo mío, ese hermoso libro en el que Jorge Fernández Era se ríe de la estupidez humana con un humor que subtitula «bruto, para gente no tan bruta». No sé si los oficiales de la Seguridad del Estado —gente, sí, brutísima— que detuvieron hace unos días al escritor, habrán leído las historias del libro, o si lo harán en este momento, en el que al aparato represivo todo ente pensante, y más, coherente, le parece un zelote que destruirá las puertas del imperio con una… carcajada.
Así de débiles son, y solo ellos saben hasta qué punto débiles. Mientras tanto, Fernández Era ya ha sumado dos textos magnos al futuro volumen o a una edición ampliada de sus Cruentos de humor: uno, la narración de los sucesos del pasado 6 de abril; otro, la liquidación más que merecida de cierto legisperito ambiguo de la corte castrista. Pero volviendo a mi revolico ilustrado, a ese Aleph de libros en el que hallé a Fernández Era sonriendo con sorna desde una carátula gastada, debo hacer justicia al heroico vendedor que por solo cincuenta pesos cubanos nos ofrecía llevarnos a casa al humorista que, según los rumores de alguien, «había caído en desgracia».
¡Cuánto tiempo desde que escuché, por última vez y en una conversación familiar, la manida frase! Cuántos «caídos en desgracia» desde entonces, aunque a mí, que nunca dejé de parar mientes en el significado de la frase, se me figuraba que en Cuba la cifra de los «caídos» debía pasar con mucho los once millones, contando a los voceros de la frase y a millares de interlocutores que hablan a mezzo voce de la «desgracia» de los otros, sin reparar en la desgracia personal, en la mayoría de los casos más real y cenagosa. Decir que un hombre cívico, por ejercer sus derechos y practicar a diario el culto a la dignidad plena del ser humano, ha caído en la «desgracia» de no ser agasajado por los simpatizantes de la represión y la censura, es cuando menos un chiste de mal gusto.
Se puede afirmar, casi con absoluta lucidez, que la «desgracia» a la que llega ahora Fernández Era es un oasis en medio de la asfixia totalitaria. Un espacio impoluto poblado por los mejores hijos de la isla, sean escritores, artistas, activistas, obreros, hombres y mujeres de bien que han preferido siempre la soledad de un Próspero a convertirse en Calibán de las instituciones. Los caídos, aun los que ya no están, construyen desde esa oscura raíz que a veces asoma por las claraboyas de sus desgracias, el futuro agraciado de la nación. Díganlo, si no, esos jóvenes que exigieron la libertad del escritor a las afueras de una estación de policía o su colega detenida a cientos de kilómetros por idéntico reclamo.
Cada vez que alguien en Cuba, o dondequiera que se ausente la libertad y florezca el eufemismo de la represión y la muerte cívica por decreto —por ejemplo, la Nicaragua de Daniel Ortega—, caiga en desgracia, el resto debería saber que es preferible una caída a tiempo, incluso si es, como reza el dicho, para caerse de la mata, que la bufonada fácil y servil de reírle las gracias al dictador. Aun si el precio es la cárcel en la que permanecen injustamente Luis Manuel Otero, Maykel Osorbo, José Daniel Ferrer y otros centenares de presos políticos en la isla, esa luz de la dignidad contiene toda la gracia que, en el sentido espiritual de la palabra, necesitamos.
Pero también en el otro sentido, cubanos de todas las orillas, ¿no les parece que el hambre de poder acidula el carisma y la letanía autoritaria nos amarga el cuento? Para que, superadas las desgracias, nos riamos de ellas como de una broma de Fernández Era, empecemos por entender la gravedad del presente, practiquemos la solidaridad con el que se atreve a ser grave y, superado el miedo a la caída, aprendamos entonces su lección objetiva, que es no volver a tropezar.
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