EL VINO QUE MÁS LE GUSTA AL CUBANO

✍️ y 📸 Mildrey Betancourt Rodríguez

Un grito de los años noventa, a voz en cuello y de rara euforia costumbrista, se ha olvidado en la garganta del barrio. Entonces había una niebla de hipnosis colectiva sin interruptor para activar la lógica. Por eso un halo de conformismo caminaba por las casas oscuras, y la esperanza de muchos era sencilla: lo extenso o breve del apagón.

Se acuñó la adivinanza que todos sabían responder: ¿Cuál es el vino que más le gusta al cubano? Y aunque había algún cansancio aún ingenuo, una parte ilusionada seguía creyendo en el ídolo obligado, como un pacto imposible de romper, asimilado con la añeja visión de «relájate y coopera».

La música norteña sufría en gaznates que, de no ser por el corte eléctrico, jamás hubieran sido tolerados por oídos vecinos. Un quinqué, una guitarra, ron y dominó con linterna…

Este barrio, que tampoco es el mismo de mi niñez, se oscurece de otra forma. Los juglares cabizbajos deambulan como zombis. No hay cuerdas de guitarra, son muy caras para torturar a la noche, y el dominó cambió de concepto en un suspiro de canción.

Hay niños encima de abuelas dopadas de embeleso contra las puertas; y el socio desafinado anda perdido tras el cohete que se clavó en la luna con el ídolo muerto.

En mi barrio no se acuerdan ya del vino que más le gusta al cubano, quizás porque desearlo solo fue una respuesta a haberlo perdido. Cada vez son menos los que vociferan cuando la corriente vuelve, porque esa no es la lumbrera esperada en estos tiempos.

Más que nunca la gente ensaya el grito, lo va perfeccionando, lo va catando poco a poco. La próxima vez que se escuche será bien alto: Cuba: ¡VINO LA LUZ!

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